La reciente estadística publicada por el Observatorio Español del Mercado del Vino (OEMV), que indica que el vino portugués alcanzó, en el primer trimestre de 2024, un precio de 2,85 euros por litro (duplicando, de este modo, el precio del vino español, situado en 1,42 euros), no sólo coloca a España a enorme distancia de su vecino ibérico, sino que revela un grave problema estructural del sector vitivinícola de este país, que ha ido creciendo como una bola de nieve y ha conducido a que su cotización en el mercado exterior sea la más baja del mundo. Estamos ante la paradoja española o, dicho de otro modo, cuando el vino de calidad se vende a precio de saldo.
Las bodegas españolas exportan el litro de vino envasado a una media de 2,70 euros, muy cercano al precio portugués, pero venden el litro de vino a granel a una media de 0,46 euros para dar salida a una sobreproducción recurrente que su mercado no absorbe, entre otras razones, porque lo españoles beben muchísimo menos vino per cápita que portugueses, italianos o franceses. El sector vitivinícola de este país (y, muy especialmente, el ámbito cooperativo) no ha encontrado, hasta el momento, otro modo mejor de deshacerse de una gran parte del vino que produce que venderlo a muy bajo precio a países cercanos (sobre todo, a Alemania, Francia e Italia) que, una vez adquirido, lo embotellan -a veces, reelaborado- y obtienen grandes plusvalías.
Atrapado en medio de un laberinto del que no ha sabido escapar y con una cotización de 1,42 euros por litro (la misma que en el año 2000, como si el tiempo no hubiera pasado), España ha optado por exportar el 57 % de su producción sin envasar, fundamentalmente en camiones cisterna, lo que tiene como consecuencia directa que su precio medio se desplome, hasta situarse a la cola de las grandes economías vitivinícolas.
Durante mucho tiempo, la Unión Europea solucionó la sobreproducción endémica del sector vitivinícola español mediante la concesión de subvenciones para su transformación, reutilización o eliminación por distintas vías. España siempre ha padecido un exceso de oferta, una fuga de agua que se fue taponando en Bruselas, hasta que desbordó la legislación comunitaria. La reforma de la Organización Común de Mercados (OCM) de 2013 puso fin a las ayudas a la destilación de alcohol para uso de boca, a la destilación de crisis y al enriquecimiento mediante utilización de mosto de uva concentrado. A partir de ese momento, España se vio obligada a competir sin red, con todos los problemas y riesgos que ello comporta.
A pesar de ello, la caída sostenida del consumo mundial de vino y los desequilibrios generados entre la oferta y la demanda han propiciado que algunas regiones, como La Rioja y el País Vasco, entre otras, activen mecanismos para favorecer la destilación controlada, mientras algunas voces del sector han empezado, incluso, a reclamar abiertamente el arranque de viñedos al objeto de alcanzar una solución estructural y no sólo coyuntural. Ésa es, precisamente, una de las medidas más impactantes aplicadas en Burdeos, la afamada región vitivinícola francesa que, pese a sus precios de venta, ve peligrar seriamente el futuro de muchas de sus explotaciones debido al descenso de sus operaciones y al retroceso constatado del mercado de los vinos tintos.
Un rápido análisis de la situación pone de relieve que España es uno de los tres mayores exportadores de productos vinícolas, junto con Francia e Italia. Es un puesto de privilegio que responde a una parte de la realidad, pero que esconde, al mismo tiempo, gravísimos déficit que, muchos años después, siguen pendientes de solución.
España es el segundo país que más volumen de vino comercializa en el exterior y el tercero que más dinero factura, pero si la lupa se acerca lo suficiente para poder apreciar el detalle, se observa una verdad incómoda: España también es el país que vende el vino más barato del mundo. Por tanto, para entender algunas de las principales claves del sector vitivinícola español, sus fortalezas y debilidades, hay que conocer no sólo qué puesto ocupa, en términos de producción y valor, sino, asimismo, a qué precio unitario comercializa el producto.
El ranquin de los grandes países exportadores de vino está capitaneado por Italia (21,4 millones de hectolitros), seguida de España (20,8 mill. hl.), Francia (12,7 mill. hl.), Chile (6,8 mill. hl.), Australia (6,2 mill. hl.), Sudáfrica (3,5 mill. hl.), Alemania (3,3 mill. hl.), Portugal (3,2 mill. hl.), Canadá (2,3 mill. hl.) y Estados Unidos (2,1 mill. hl.) (Fuente: Statista).
El orden de relevancia atendiendo a la facturación muestra, en cambio, una realidad bien diferente. El número uno absoluto es Francia (12.187 millones de euros), muy por delante de Italia (7.728 millones de euros) que, a su vez, aventaja holgadamente a España (2.955 millones de euros). Después, más rezagados, aparecen Chile (1.452 millones de euros), Nueva Zelanda (1.319 millones de euros), Australia (1.207 millones de euros), Estados Unidos (1.137 millones de euros), Alemania (1.063 millones de euros), Portugal (945 millones de euros), Argentina (623 millones de euros) y Sudáfrica (570 millones de euros).
Finalmente, si la clasificación se establece en función del precio medio unitario del litro de vino exportado (una comparativa que, a diferencia de las anteriores, no divulgan los estudios de análisis españoles), la posición varía sustancialmente y empuja a España al furgón de cola. En ese supuesto, el primer peldaño lo sigue ocupando Francia como líder indiscutible (9,37 euros/litro) y, a continuación, figuran Estados Unidos (5,24 euros/litro), Nueva Zelanda (4,33 euros/litro), Italia (3,65 euros/litro), Argentina (3,56 euros/litro), Alemania (3,23 euros/litro), Portugal (2,85 euros/litro), Australia (2,01 euros/litro), Chile (1,82 euros/litro), Sudáfrica (1,68 euros/litro) y, por último, España (1,42 euros/litro). Como dato relevante, conviene tener presente que, en el año 2000, Italia y España exportaban el litro de vino al mismo precio (1,42 euros). Hoy día, el país transalpino ya está cerca de triplicar a España en ese capítulo.
La anomalía española
España, por ello, constituye una auténtica anomalía dentro de su ámbito. Y eso ocurre porque basa su estrategia de ventas principalmente en el volumen, no en el valor, lo que la sitúa en la retaguardia del escalafón y le hace ser mucho menos eficiente que el resto. Por ello, pese a la constante modernización de su tejido productivo y a las ayudas públicas que financian muchas de las inversiones de sus bodegas y cooperativas, no ha sido capaz de crear una estructura comercial y aplicar una estrategia empresarial que le permitan rentabilizar la calidad de sus vinos que, no obstante, está sobradamente acreditada tanto en múltiples concursos celebrados dentro y fuera de sus fronteras como en la valoración que realiza la crítica especializada.
No hay que perder de vista que, actualmente, hasta siete bodegas españolas se encuentran incluidas entre las 100 mejores del mundo, según el ranquin elaborado por la revista norteamericana Wine & Spirits, una atractiva carta de presentación que el sector bodeguero español, en su conjunto, no ha conseguido trasladar a la cotización del producto en los mercados internacionales.
Comparativa con Sudáfrica y Nueva Zelanda
Dentro del listado de los once primeros países exportadores, sólo Sudáfrica presenta un déficit estructural equivalente al español, con una presencia del granel también del 57 %, que se eleva hasta el 63 %, si se añaden las ventas en formato bag in box. No obstante, el precio medio del vino exportado sudafricano supera ligeramente al español, con 1,64 euros por litro.
Además de España y Sudáfrica, el tercer gran país vitivinícola que muestra una elevada dependencia del granel es Nueva Zelanda. En su caso, este segmento representa alrededor del 40 % de las exportaciones, pero la gran diferencia, a su favor, es que lo exporta a un precio de 2,68 euros por litro, quintuplicando, de ese modo, el promedio del granel español. Además, el vino envasado neozelandés ronda los 5,30 euros por litro frente a los 2,70 euros del embotellado español. Todo ello, convierte al sector vitivinícola del país austral en un ejemplo de convivencia y rentabilidad entre ambos modelos (envasado y sin envasar), con independencia de que si fuera capaz de reducir el peso del granel, obtendría un resultado aún más rentable.
¿Encontrará el sector vitivinícola español la puerta de salida de esa especie de escape room en el que vive inmerso desde hace décadas o seguirá instalado en un permanente día de la marmota, con el precio de su vino congelado, una sobreproducción crónica y la receta perenne de primar el volumen en lugar de apostar por la creación de estructuras empresariales y comerciales que se demuestren más audaces, novedosas y eficientes? Evidentemente, sólo el tiempo permitirá conocer la respuesta.